En San Luis también hay que jubilarse: mientras no figura en ninguna boleta, Alberto Rodríguez Saá arma listas, reparte cargos y disfruta la “pensión” de la fortuna que acumuló tras décadas de poder.
En la Argentina, la jubilación ordinaria llega a los 65, salvo que se trate de política: ahí la edad no se mide en años sino en votos y favores. Ejemplo perfecto: Alberto Rodríguez Saá. No será candidato el 11 de mayo, pero estampo su imagen en la boleta, sigue detrás de cada firma que decide quién entra y quién queda afuera. una lista que se presenta como “nueva” con la frescura de un queso de 2003.
El “jubilado” que maneja el tablero
Desde que dejó la gobernación el año pasado, Alberto se prueba trajes distintos: estadista retirado, comentarista politizado, patriarca justicialista… Pero cuando hay que acomodar nombres, desempolva la lapicera y marca el rumbo. Maneja el peronismo local como si todavía ocupara el despacho más grande de Terrazas del Portezuelo: aprieta, suelta, amenaza con romper y—si hace falta— rompe.
La escena se repite: precandidatos que dicen “vamos a renovar” se sientan en un café a repasar la lista definitiva… hasta que suena el teléfono. Del otro lado, la voz grave del exgobernador dicta dónde va cada apellido. El mito del liderazgo horizontal dura lo que un título de crédito en Netflix.
El mejor haber previsional: décadas de caja
No hablamos de la jubilación mínima, claro: Alberto ya la cobró por adelantado. No en pesos ANSES sino en propiedades, sociedades y blindaje judicial amasados durante cuatro mandatos (propios o prestados) y casi cuarenta años dentro de la maquinaria pública. Mientras el ciudadano promedio suda para financiar su jubilación, él retira dividendos de un pasado desarrollado con fondos provinciales y contratos—muchos contratos. La verdadera pensión es el poder económico que sobrevive a cualquier derrota.
¿Por qué no se retira de verdad?
Porque en política el síndrome de abstinencia es más cruel que la nicotina: el que estuvo arriba no sabe vivir sin la adrenalina de acomodar fichas. Además, retirarse implica dejar expuestas las cuentas pendientes, soltar el timón de tribunales amigos y perder la llave de ese gran armario donde se guardan los secretos de campaña y los expedientes que nunca avanzan.
Y, sobre todo, porque quedarse cerca de la lista garantiza cuota de poder en la próxima negociación: banca legislativa aquí, dirección allá, un presupuesto cultural acullá. El político que dice “me jubilo” pero sigue ordenando candidaturas practica la misma sinceridad que un influencer en la sala de retoque.
La “renovación” prometida por el PJ llega con banners verdes, pero el control remoto sigue en la misma mano. Los votantes—incluidos peronistas desencantados— se preguntan si alguna vez verán un ciclo sin la rúbrica Rodríguez Saá en la espalda.
Si la Constitución fija edad para jubilar docentes y policías, ¿por qué no para los patriarcas eternos? Se habla de límites de mandato; quizá haga falta también un límite de backstage: quien ya juntó su fortuna y gobernó más de lo que marca el almanaque debería, al menos, dejar de diseñar el mapa clientelar.
Epílogo: la jubilación que falta
En el país donde un trabajador cobra 296.481,75 mil pesos después de 30 años, Alberto Rodríguez Saá ya disfruta de su jubilación premium—y sin renunciar al hobby de influir. Será mucho pedir que se retire, pero—como diría el finado Lanata— “si ya te llevaste el botín, al menos soltá el timón”. Los sanluiseños merecen una nueva temporada con elenco realmente renovado y libre de guionistas de siempre.