“Me dejó sola”: la violencia que no se detuvo ni con una orden judicial ni con un botón antipánico.
Entre julio y agosto de este año, C.R., una joven de San Luis, vivió una verdadera pesadilla que culminó con un brutal ataque el 19 de agosto en la puerta de la escuela “Bernardino Rivadavia”. G.S., un hombre de 28 años con quien ella había mantenido una relación, la secuestró y golpeó sin piedad, desafiando todas las medidas de protección que la justicia había ordenado. A pesar de tener una orden de restricción y portar un botón antipánico, C.R. no encontró refugio: su agresor la acechaba en su trabajo, en las redes sociales, en cada rincón de su vida.
El horror llegó a su punto máximo cuando, desoyendo la orden judicial, G.S. la obligó a subir a su auto en pleno día. Desesperada, C.R. intentó huir en el trayecto, pero fue alcanzada y golpeada en la cabeza con un escombro. Herida, con la cara ensangrentada, pidió ser llevada al hospital, y su agresor, en un acto de cruel ironía, la acompañó hasta que fue finalmente detenido.
La fiscal del caso, María del Valle Durán, denunció con dureza la falta de apoyo recibido por la víctima en cada momento crítico. “La sociedad no reaccionó a tiempo, no fue solidaria”, lamentó. A pesar de que C.R. pidió ayuda en múltiples ocasiones, las respuestas que obtuvo fueron lentas o simplemente no llegaron. “Ella tenía un botón antipánico, una orden de restricción, pero él aparecía igual en su trabajo; la tenía bloqueada, pero le enviaba $1 por Mercado Pago solo para insultarla y amenazarla”, relató Durán con indignación.
La fiscal insistió en la necesidad de que toda la comunidad, desde conductores de transporte hasta trabajadores de instituciones educativas, personal de seguridad y de salud, tanto del sector público como del privado, actúe con rapidez y compromiso cuando se detecten señales de violencia de género. “No podemos seguir siendo indiferentes; cada segundo cuenta, cada omisión puede ser fatal para las víctimas”, sentenció.
La situación llegó al límite cuando, en un arranque de impotencia y desesperación, C.R. recurrió a las redes sociales para denunciar lo que estaba viviendo. Pero ni siquiera eso fue suficiente para detener a su agresor.
G.S. fue finalmente imputado por lesiones agravadas, amenazas e incumplimiento de una orden judicial. El juez dictó medidas coercitivas, incluyendo la colocación de un dispositivo dual para evitar futuros acercamientos, y además se le ordenó realizar un curso de masculinidad. Pero aún persisten las dudas sobre la efectividad de estas acciones en un sistema que parece no haber sido capaz de proteger a C.R. hasta ahora.
La historia de C.R. es la de muchas mujeres en un país donde la justicia llega tarde y las víctimas son abandonadas a su suerte. Es un llamado urgente a la sociedad para que reaccione con rapidez, para que actúe con solidaridad, para que no deje sola a ninguna mujer que grite por ayuda.