Santo Cristo de Renca: la festividad que cada 3 de mayo convierte a un pequeño pueblo en capital de la devoción cuyana

El 3 de mayo Renca recibirá a creyentes de todo el país y de Chile, Perú y Bolivia para venerar una imagen tallada en 1857 que, según la tradición, concede favores desde hace casi tres siglos. El programa combina novena, misas, procesiones, ferias artesanales y espectáculos culturales, con fuerte impacto en la economía local.

A 160 kilómetros de la capital puntana y a orillas del río Conlara, Renca se alista para su momento cumbre del año: la festividad del Santo Cristo, una devoción que nació en 1732, cuando jesuitas que venían de Chile levantaron una pequeña capilla para custodiar una réplica del “Señor del Espino”. Con el tiempo aquella imagen se perdió, pero en 1857 el artesano local Manuel Paz talló en espinillo la talla que hoy, de un metro de altura, concentra rezos, promesas y agradecimientos.
Santo Cristo de Renca: la festividad que cada 3 de mayo convierte a un pequeño pueblo en capital de la devoción cuyana

Desde el 24 de abril, la localidad vive la novena: rezo del rosario, misa diaria y súplicas por intenciones que van desde la salud hasta el trabajo. La noche del 2 de mayo, los fieles caminarán con antorchas en honor a la Virgen; el 3, el obispo Gabriel Barba presidirá la eucaristía central y luego encabezará una procesión que convertirá en río humano las calles de tierra y la plaza frente al santuario.

No es solo un acontecimiento espiritual. Cada edición moviliza la economía: puestos de artesanos, emprendedores gastronómicos y servicios de hospedaje se ven desbordados por visitantes que llegan en bicicletas, a caballo, en colectivos especiales o en caravanas familiares. El municipio dispone de hostería, camping y un balneario sobre el Conlara, pero la demanda excede la oferta y muchos vecinos habilitan habitaciones o patios para acampar.

El trayecto espiritual se combina con un itinerario cultural. Quienes llegan suelen detenerse en la Casa Histórica “José Santos Ortiz”, frente a la plaza Granaderos Puntanos; visitar el dique San Felipe —paraíso de pescadores y deportes náuticos—, o recorrer el circuito que recuerda a los tres granaderos renqueños que combatieron junto a San Martín en San Lorenzo. En la plaza, un monolito tallado en granito local y fuentes con luminarias multicolores recuerdan cada etapa de la historia del pueblo.

La capilla —una de las más antiguas de San Luis— mantiene la arquitectura jesuítica: nave rectangular, gruesos muros de adobe y dos campanarios con arcos de medio punto. En el interior, el Cristo luce en un baldaquino de mármol ónix que contrasta con la austeridad del resto del templo. En 1947, el poeta Polo Godoy Rojo advirtió su deterioro; la comunidad respondió con trabajo voluntario y hoy la restauración es continua gracias a donaciones de promesantes que atribuyen curaciones y “favores” a la imagen.

La devoción trasciende fronteras. Banderas chilenas, peruanas y bolivianas se mezclan con estandartes de parroquias cuyanas. Muchos peregrinos repiten año a año la caminata de fe: “Vengo desde Merlo para agradecer un embarazo de riesgo que llegó a término”, cuenta Lucía Giménez, de 32 años. Otros cargan réplicas de la cruz, como Marcial Mamani, collavino, que atribuye al Cristo haber salvado a su hijo de un accidente.

La fiesta no se agota el 3 de mayo. Durante el fin de semana, grupos folclóricos, ballets y coros escolares actúan en un escenario montado junto a la plaza. Las cocineras despachan empanadas de carne cortada a cuchillo, humitas y pan casero con chicharrón, mientras los artesanos ofrecen tejidos de telar, mates de calabaza y trabajos en cuero.

El desafío para Renca es equilibrar fe, turismo y preservación patrimonial. “La llegada masiva de gente nos exige infraestructura, pero también nos ayuda a mantener viva la historia”, explica el intendente Ariel Funes. Para el párroco local, padre Raúl Sosa, la clave es la hospitalidad: “Quien viene no es turista, es peregrino. Cuando se va, se lleva algo más que una foto: se lleva un encuentro con Dios y con la identidad puntana”.

Así, cada otoño el pequeño pueblo mapuche —cuyo nombre significa “hierba andina”— se convierte en un cruce de caminos donde la religión, la cultura y la economía se dan la mano. Un rito que, 292 años después, sigue latiendo al compás de campanas, guitarras y pasos descalzos.

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